Hay días, como cuando mis tres hijos me ofrecieron sus tradicionales regalos “made in school” con motivo de la fiesta de los padres, que pienso en mi Gaspard y me pregunto, desde lo más profundo de mi ser, si soy un buen padre.
Porque a veces, al final, dudo. Tengo dudas porque ser el padre de un hijo que se acerca poco a poco a la muerte, es un largo via crucis.
Un camino sembrado de dudas sobre el sentido que toma este sufrimiento, con remordimientos, cuestionándolo todo, con momentos de tristeza e incluso combates interiores contra un egoísmo que no tiene la decencia de disminuir durante esta prueba.
Vivir con este terrible plazo en la cabeza es muchas veces como remar a contracorriente: te cansas, retrocedes. Es inevitable no sentirse siempre a la altura.
Sobre todo para un padre, hay pocos ambientes favorables en los que “descargar peso”.
Si bien las madres a menudo tienen un gran talento para saber compartir, cuando los padres se topan con un “¿qué tal tu mujer?”, es difícil responder: “Mi mujer está bien, pero yo no tanto”. Y sin embargo a veces…
Para los papás (y para ciertas mamás también, por supuesto), también está la delicada cuestión del trabajo. ¿Qué hacer? ¿Poner un paréntesis en la carrera y dejar de trabajar? ¿Por cuánto tiempo? ¿Y cómo se paga el alquiler?
¿Y si vive más tiempo del previsto? ¿Y si luego no recupero el trabajo? En resumen, igual que piedras en los zapatos todas las mañanas, piedras que a veces se convierten en espinas clavadas en el corazón.
Ser papá de un niño que va a morir es también preparar el “después”, el tiempo después de ese momento tan temido.
Será imposible vivir como antes, porque nuestro sol, nuestro astro familiar, en torno a quien todo gira, ya no estará ahí para mostrarnos el camino. Mejor dicho, siempre estará ahí, pero de otra forma.
Y es nuestro papel de padres, creo, el de preparar ese futuro, porque nuestros otros hijos merecen lo mejor y porque, sin duda, serán frágiles durante algunos años por aquello que vivieron junto a Gaspard.
No creo que nadie salga indemne de este tipo de prueba.
Y hay una última cosa: la impotencia. Sin duda es lo peor. Para un hombre, sentirse impotente es probablemente lo más difícil de aceptar. No poder, no ser capaz de salvar a tu hijo, no poder evitarle que sufra.
Debo admitir que no he resuelto ninguno de estos problemas. Me siento terriblemente impotente, continué con mi trabajo, he preparado el porvenir lo mejor que he podido.
Sólo quiere que le quiera
Así que, una noche, decidí que fuera el mismo Gaspard el que me mostrara qué esperaba de mí. Se lo pregunté. Me senté a su lado en su cama y se lo pregunté: “Gaspard, ¿qué es lo que esperas de mí?”.
No se movió, no emitió ningún sonido, ni siquiera parpadeó. Permaneció impasible. Y esperé, esperé casi dos horas. Le escuché respirar, le observé, le refresqué, le besé, recé un poco, también me dormí un poco… y la respuesta de repente me pareció evidente.
Él quiere precisamente eso. Sólo quiere que le quiera. No quiere que deje de trabajar, no quiere que le cure, no quiere que elabore planes de humo para el día después de mañana. Quiere que le quiera, hoy. Es todo. Y es mucho.
Así que esta noche quisiera quitarme el sombrero por todos los padres de niños extraordinarios, por todos aquellos que soportan esta pesada carga.
Estoy seguro de que nuestros hijos están orgullosos de nosotros. Incluso muy orgullosos. Y un día, jugaremos juntos un partido de fútbol en el Cielo. Y Gaspard será delantero centro. Y yo le miraré, henchido de orgullo.
fuente: aleteia.org