Él fue a Aparecida a pedir el milagro de la curación de su hermano, pero ocurre algo increíble…

Paulo Luís, de 42 años, recibió aquella mañana de viernes la noticia que su hermano mayor, Wagner, de 50, estaba internado en la UCI, en estado grave. Según le contó la cuñada, Wagner estaba en coma, tras haber sufrido un derrame cerebral. En ese momento, no había nada más que hacer, sino rezar. Hasta el sacerdote conocido por la familia ya se dirigía al hospital para darle la extrema unción.

Paulo Luís estaba desesperado. Wagner era su héroe. Ayudó a criarlo desde pequeño, siempre trabajando al lado de su padre, lleno de vida, alegría y disposición. Era un hombre simpático, el líder de la familia. Y, además, no podía morir así de repente, pues dejaría a una joven esposa de cuarenta y pocos años, y dos hijos adolescentes. La situación era dramática.

Al llegar al hospital, Paulo encontró a los familiares más cercanos en estado de shock. Había un velo en las miradas, una mezcla de sentimientos que iban desde la desesperación hasta la ilusión.

Al ver que no podía hacer nada en el hospital en ese momento, ni siquiera entrar a ver a su hermano, dados los cuidados médicos a los que estaba sometido, Paulo tomó una decisión inesperada: iría en bicicleta hasta el Santuario de Aparecida para pedir el milagro de curación de su hermano.

El viaje de más de 100 kilómetros que Paulo comenzó inmediatamente no tenía ninguna preparación. La bicicleta era vieja y sencilla, no tenía siquiera sistema de marchas. Se fue con lo puesto, llevando consigo un poco de dinero que tenía en la cartera, suficiente para uno o dos cafés con pan y nada más. Ni siquiera pensó en el regreso, pues no tenía dinero para volver en autobús, mucho menos para hospedarse en un hotel en Aparecida. Su único objetivo era llegar hasta la imagen de Nuestra Señora de Aparecida y, de alguna forma, hacer que su historia entrara en la larga lista de milagros alcanzados por la intercesión de la Patrona de Brasil. Él sólo pensaba en Dios, en María y en la curación de su hermano.

Al ver el Santuario de Aparecida dibujarse en el horizonte, las lágrimas que le escurrieron por la cara ya no eran de dolor o desesperación, sino de esperanza y alegría.
Al ver el Santuario de Aparecida dibujarse en el horizonte, las lágrimas que le escurrieron por la cara ya no eran de dolor o desesperación, sino de esperanza y alegría.

Los primeros 20 kilómetros por la carretera secundaria que atravesaba el Val do Paraíba rumbo a la ciudad de Aparecida los recorrió en trance. Paulo tenía sobrepeso. Si no fuera por el fútbol semanal que jugaba con sus amigos (los partidos los organizaba Wagner), sería totalmente sedentario. Estaba lejos de estar preparado físicamente o de poder considerarse un ciclista.

Aún en la primera mitad del viaje una punzada en la espalda comenzó a incomodarlo. Y el sol de octubre en aquella región de Brasil, alrededor de los 35 grados al medio día, castigaba su rostro. Tuvo que parar por primera vez. Acostó la bicicleta, se sentó en la acera y lloró con el rostro escondido entre sus manos.

Fue en ese momento que entendió la situación sorprendente en que se encontraba: no tenía fe, hacía muchos años que no rezaba, y Dios era un asunto que ya no ocupaba su vida. Pero ¿por qué entonces estaba ahí en medio de la nada, con una bicicleta, con unas monedas en la bolsa, peregrinando al Santuario de Aparecida, rezando sin parar?

Había estado así por mucho tiempo, absolutamente solo, con el corazón vacío. Había olvidado a Dios en algún momento de la infancia. Pues era la infancia que le venía en mente, mientras lloraba por su hermano. Algo se encendía en su pecho, tocaba su alma. Así, lo único que le quedaba era seguir adelante. Fue lo que hizo.

En la segunda mitad del viaje el cuerpo ya no obedecía. Los dolores habían superado el punto que lo haría parar en cualquier otra situación. Ahora, Paulo pedaleaba mortificado por el cansancio físico y emocional. Desbordaba de sí mismo rumbo a algo nuevo, diferente a cualquier búsqueda de consuelo personal. Continuaba rezando. Ya no rezaba sólo por el hermano que estaba en la UCI: su oración se extendía a todos.

En los kilómetros finales del viaje, tras un día entero pedaleando, Paulo entendió que no estaba solo. Dios caminaba a su lado y no lo dejaba desamparado. Fue eso que sintió en su corazón. Necesitó ir más allá de sí, superarse física y emocionalmente, para encontrar aquello que estuvo siempre a su lado.

Al ver el Santuario de Aparecida dibujarse en el horizonte, las lágrimas que le escurrieron por la cara ya no eran de dolor o desesperación, sino de esperanza y alegría. Su hermano estaba curado, él estaba seguro, y Paulo también estaba curado. Como peregrino, se había vencido a sí mismo, había superado su egoísmo.

A los pies de la imagen de Nuestra Señora de Aparecida, no pidió por la curación, sólo agradeció a Dios por el don de la vida, de la familia, de su hermano, de la belleza en las cosas más simples. Cuando Paulo salió de la Basílica de Aparecida, un amigo de la familia lo esperaba. Supo de aquella peregrinación improvisada y decidió seguir a Paulo de lejos, en coche, sin que él se diera cuenta. Aquel amigo era yo.

Cuando Paulo fue al hospital al día siguiente, su hermano ya había salido de la UCI. Wagner, sorprendentemente, estaba en el cuarto, de pie, mirando por la ventana. En la mirada de los dos había algo diferente, una profundidad y contemplación que el tiempo nunca borró. Y algo de aquello también permaneció en mis ojos.

(Esta es una historia verídica contada a Aleteia por dos hermanos y uno amigo de ellos. Ellos viven en una ciudad del Vale do Paraíba, São Paulo, Brasil, donde van a la parroquia del barrio)

fuente: aleteia

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