La Iglesia nace del misterio pascual, de hecho, la Eucaristía es el Sacramento por excelencia, y está en el centro de la vida eclesial. Esto se puede ver ya desde las primeras imágenes de la Iglesia, que nos ofrecen los Hechos de los Apóstoles: ” Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, en la fracción del pan y a las oraciones” (2:42). La “fracción del pan” se refiere a la Eucaristía. Después de dos mil años seguimos reproduciendo aquella imagen de la Iglesia.
Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría en múltiples formas el cumplimiento constante de la promesa: “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20); pero en la Santa Eucaristía, a través de la transformación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, el Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, este Divino Sacramento ha seguido marcando sus días, llenándolos de confiada esperanza.
Durante la celebración eucarística, nuestros corazones es reconducido al Triduo Pascua: es decir, la tarde del Jueves Santo, a la última cena, la institución de la Eucaristía, la agonía de Getsemaní, cuando Cristo en oración probó una angustia mortal “y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44). La sangre comenzó a ser derramada; hasta su muerte en el Gólgota, convirtiéndose en instrumento de nuestra redención. Contemplar a Cristo implica saberlo reconocer dondequiera Él se manifiesta, en sus muchas presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y su sangre. La Iglesia vive de Cristo en la Eucaristía, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y de la luz. Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: “Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron” (Lc 24,30-31).
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