Florence Malenfant recordará para siempre la noche en la que descubrió que había perdido a su hijo
Perder a un hijo, incluso antes de su nacimiento, es una dolorosa experiencia difícil de superar. Florence Malenfant, que perdió a su bebé a las 37 semanas, comparte con nosotros su desgarradora historia:
“Ese es su corazón, y no hay actividad. Lo siento”. Es una de las frases que se han estado arremolinando en mi cabeza sin parar desde hace ya unos pocos meses. Ni que decir tiene que era lo último que esperábamos escuchar aquella noche.
De hecho, cuando la doctora que me hizo la ecografía pronunció estas palabras, tan abrumadoras y definitivas, solamente estaba confirmando lo que nadie más había podido confirmar desde que llegáramos al hospital. Pero todavía teníamos esperanza. De hecho, todavía la tenemos.
Lo que pasa es que solamente cinco días antes había escuchado ese mismo corazoncito latiendo como loco a un ritmo increíble. El médico palpó al bebé para asegurarse de que estaba en la posición correcta. Todo iba estupendamente. El bebé estaba perfecto. Crecía de forma apropiada, se movía con normalidad, aunque yo personalmente había conocido a bebés más enérgicos.
“No podía sentirle moverse”
Entonces, para mi sorpresa, después de 37 semanas de embarazo, descubrí que no podía sentir sus movimientos en absoluto. Como habíamos estado de un sitio para otro el final de esa semana y habíamos estado fuera de nuestro ritmo habitual, al principio pensé que simplemente estaba en un periodo de calma. Pero mi corazón se encogió cuando acaricié mi vientre y él no reaccionó…
Mi marido y yo fuimos al hospital aquella noche para tranquilizarnos. Al principio pensaron que habían encontrado su pulso, pero eran mis pulsaciones estresadas lo que escuchaban. Entonces una médica residente me hizo una ecografía.
Nadie habló. Un “silencio sepulcral”. Extraña expresión… Siempre pensé que era una referencia a los muertos que no hacen ruido alguno, pero hoy pienso que quizás también sea una referencia a la reacción de las personas a la presencia de la muerte.
Nadie pronunció palabra. Y aquello se hizo eterno. La residente siguió mirando sin encontrar nada, según parece. Después de 10 minutos de tortura interna, me atreví a preguntar. “¿Qué está buscando exactamente?”. “Su corazón. No lo encuentro. Pero quizás se trate de la máquina. Voy a llamar a alguien para que venga a comprobarlo adecuadamente”. Nuestros corazones lo habían entendido, pero nuestros cerebros tardaron un poco más en asumirlo, creo. Todavía teníamos esperanza.
Nos llevaron a una pequeña habitación cubierta con carteles de información sobre duelo prenatal y esperamos a que la doctora llegara. En ese momento decidimos el nombre del bebé: François.
Fuimos a recoger a nuestros otros dos chicos y volvimos a casa con los corazones rotos. François seguía en mi útero pero, al mismo tiempo, por una razón que se nos escapaba a todos, no estaba.
Volvimos al día siguiente al hospital para el parto, con los ojos rojos hinchados. Si me hubieran estado llevando camino de la silla eléctrica no me habría sentido peor. Nos estaban esperando.
Nuestra matrona se nos unió un poco después para estar con nosotros. Y las horas, las numerosas horas siguientes, fueron de una intensidad inimaginable. Lloramos, obviamente, pero también reímos mucho. Charlamos. Rezamos y lloramos otra vez.
Pensé en la Virgen María a los pies de la cruz. Pensé también en todo por lo que había pasado ella. Me dije que ella había tenido y amado a ese hijo que fue sacrificado justo delante de ella. Que había dicho “sí” unos 33 años antes sin saber lo que le esperaba y que prácticamente no tenía voz sobre lo que habría de suceder.
El parto de mi bebé
El parto fue largo, pero fue bueno que resultara así. Lo necesitaba. Permitió a mi cuerpo acompañar a mi corazón en su sufrimiento y su dolor. Y también me dejó más tiempo para estar con él. Nuestros minutos juntos estaban contados.
Y entonces nació. Bueno, salió.
Fue un momento magnífico, como con sus hermanos antes que él. Lloramos de alegría, lo encontramos precioso. Lo más precioso. Sus piececitos, sus manos, su boquita perfecta… Todo estaba en su lugar. Nos dejaron sostenerle en brazos, quererle. No podía quitar los ojos de sus diminutos rasgos. Quería grabarlos en mi cerebro, en mis ojos, para siempre.
En aquel momento, también lo entendimos todo… al menos, técnicamente hablando. Había sido un accidente estúpido, el tipo de accidente del que nos sentimos protegidos estos días: la culpa había sido un nudo un poco demasiado apretado en el cordón umbilical. Suspiramos, llenos de agridulce alivio.
Pudimos tenerlo con nosotros durante un rato. Lo suficiente como para que conociera a nuestras familias, para que ellos le vieran, para que este niño fuera real para ellos también. Y luego nos fuimos. Salimos del hospital sin barriga y sin bebé. Con los brazos vacíos. Con un agujero en nuestros corazones y unas almas envejecidas mil años. Pero todavía llenos de esperanza.
Ya podemos ver los frutos reales del breve tiempo que François pasó con nosotros y de su partida prematura. Es otro misterio: esta misión que había recibido en la tierra a pesar de que nunca tuvo oportunidad de abrir los ojos.
Todavía me ahogan a menudo la tristeza y la furia. A veces me parece injusto que tuviéramos que perder a nuestro bebé para que otros pudieran encontrar su fe —¡sí, ha sucedido!— o ver a Dios en el acontecimiento de su muerte.
Luego, pienso otra vez en María. Su “sí” desde el principio, desde la concepción de su Hijo, fue un “sí” al hecho de que el niño no le pertenecía a ella. Si hubieran preguntado a la Santa Madre su opinión antes de clavar a Jesús en la cruz, me atrevo a imaginar que se habría cambiado por Su lugar. Y nada habría sido lo mismo para la humanidad…
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