Durante los siglos III y IV, muchos hombres y mujeres se inspiraron en el ejemplo de un humilde eremita ahora conocido como san Antonio Abad y dejaron todo lo que tenían para llevar una vida de oración y contemplación en el desierto egipcio.
Uno de los centros principales de este tipo radical de vida monástica fue una zona conocida como Scetis, situada al noroeste del Delta del Nilo. Según un documento antiguo llamado Dichos de los Padres, allí vivió un monje en esta comunidad que tenía dudas sobre la real presencia de Jesús en la Eucaristía en la misa.
Solía decir a sus hermanos monjes: “El Pan que recibimos no es realmente el Cuerpo de Cristo, sino un símbolo de ese Cuerpo”. Confrontado por miembros de la comunidad monástica por esta creencia, exclamó: “Si no pueden mostrarme pruebas, no cambiaré de opinión”.
Más tarde, durante una misa de domingo, cuando el desconfiado monje dijo las palabras de consagración sobre la hostia eucarística, apareció en sus manos un niño en lugar del pan consagrado. Le quedó claro al monje que aquel pequeño en realidad era el Niño Jesús y al momento en que fue a depositar la hostia en su boca, cambió de nuevo a la forma del pan consagrado. Ante este inesperado milagro, el monje declaró: “Señor, creo que tu Pan es Tu Cuerpo y que Tu Sangre está en el cáliz”.
Este milagro evoca una conexión similar que muchos santos y santas diferentes han expresado a lo largo de los siglos. Tenían fe en que cada misa es como la Navidad, cuando Cristo baja de los cielos para estar en nuestros altares. Por lo tanto, todos los días son “Navidad”, porque Jesús “habita entre nosotros” bajo la apariencia del pan.
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