Entre los muchos crucifijos presentes en el mundo, seguramente este es uno de los más singulares.
El Cristo del brazo sin clavos está en Furelos, un pequeño pueblo cerca de Santiago de Compostela (en España), en la iglesia de San Juan.
Su historia muy particular está vinculada a la de un niño que, desde el pueblo vecino, fue en aquella iglesia para confesar.
Su falta, también bastante seria, se repetía a menudo, de modo que el sacerdote, que lo absolvió, lo conocía bien.
Aquel confesor, en nombre de la inmensa misericordia de Dios, continuó, cada vez, absolviéndolo de sus faltas, también porque el niño se propuso y se empeñó a no repetir aquella conducta pecaminosa. Un día, el sacerdote le ordenó de comprometerse aún más, bajo la amenaza de que ya no lo absolvería si continuaba cometiendo el mismo error.
El niño lo intentó con todas sus fuerzas, pero no lo logró y, poco después, regresó allí para pedirle nuevamente la confesión, al mismo sacerdote por el mismo pecado.
Fue entonces que, para respetar el compromiso asumido, el sacerdote se negó a escuchar su confesión y lo alejó de la iglesia de Furelos.
El niño, desanimado, se dirigió a la salida, pasando justo delante de un crucifijo. Lo miró, como para pedirle perdón.
Inmediatamente después, se escuchó una voz que venía de Cristo en la cruz: “Yo di mi vida por esto, hijo mío, así que si no quieres absolverlo, ¡yo lo absuelvo!”
El Cristo del crucifijo, por lo tanto, se movió; arrancó el brazo derecho de la madera sobre la cual fue clavado y lo colocó sobre la cabeza del chico, para absolverlo, diciendo: “Yo, que morí y resucité por ti, te absuelvo de tu pecado, en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Esa escultura de madera fue donada, en 1950, a la iglesia de Furelos por Manuel Cagide.
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