…que demuestran que nunca es tarde para cambiar
Agustín de Hipona, que vivió en el imperio romano durante el siglo IV, pasó por una fase un tanto rebelde en su juventud. De hecho, la fase rebelde le duró hasta bien entrada su edad adulta. Podría decirse que fue el Marlon Brando del mundo antiguo.
Sus indiscreciones eran tan abundantes que, pasados unos años, tras percatarse de los errores en su estilo de vida, consiguió llenar un libro entero, Confesiones, con los sórdidos detalles de su comportamiento.
Confesiones fue el primero de su clase, un relato sin tapujos de una celebridad sobre sus secretos ocultos y sus lecciones vitales que llega al límite de lo que podríamos considerar “demasiada información”.
En este libro, Agustín manifiesta su preocupación por haber esperado demasiado para cambiar de vida, por haber desperdiciado demasiado tiempo y hecho demasiado mal como para poder ofrecer suficiente compensación.
Como Agustín, todos tenemos historias de nuestro pasado (o incluso de ayer mismo) que nos avergüenza recordar, sucesos de nuestra vida que desearíamos poder repetir y tomar mejores decisiones. Desde luego, yo tengo historias de este tipo, aunque no creo que publique ningunas confesiones en el futuro próximo.
A veces, pensar en el pasado es disuasión suficiente para evitar realizar cambios futuros, como si ya hubiéramos llegado demasiado lejos como para corregir nuestro camino.
Es común el encogernos de hombros y valorar: “Yo soy así, así que estoy siendo realista”. Estas palabras han salido de mis labios en el pasado, pero he llegado a comprender que solamente son una excusa para mantener el status quo, cuando la realidad es que no deberíamos permitir que el pasado limite nuestro crecimiento futuro.
Una de las razones por las que me encanta el honesto examen de Agustín sobre sus errores es que demuestra que nunca es demasiado tarde para cambiar y convertirte en el tipo de persona que aspiras ser.
Por supuesto, ahora conocemos a Agustín como santo, así que tampoco podría haber sido muy malo, ¿no? ¿Cuánto pudo haber tenido en común con mi vida o con la vuestra? La objeción es aceptable pero, a decir verdad, independientemente de tus errores, probablemente los suyos fueron peores.
Era un ladrón
Con 16 años, Agustín y sus compañeros de canalladas robaron todas las peras del árbol de su vecino y arrojaron la fruta a unos cerdos. Puede que parezca un crimen menor, pero en su mente arrojaba una larga sombra, porque no se comió las peras y porque ni siquiera tenía hambre: fue un robo por el puro placer de robar. Más tarde escribió que tirar las peras “nos complació mucho más porque estaba prohibido”. Para Agustín, esta fue una primera degustación del lado oscuro y el comienzo de una escalada de vicios sucesivos.
Era un playboy
El Agustín adolescente llevó su obsesión por las chicas a un nivel estratosférico. Según explica, en aquella época de sus 16, “el frenesí había hecho mella en mí y me rendí por completo a la lujuria”. La obsesión creció con él y continuó luchando contra su apetito sexual descontrolado hasta bien entrada su treintena. Ya como universitario, se fue a vivir con una mujer y, aunque su relación continuó durante casi una década, nunca se casó con ella.
Fue padre de un hijo fuera del matrimonio
La decisión de Agustín de no casarse con su amante (de quien nunca revela su nombre) se hace incluso más difícil de excusar cuando desvela que se convirtió en la madre de su hijo, Adeodato. Se mantuvo al lado de los dos cuando su floreciente carrera lo condujo a Roma, aunque siguió negándose a comprometerse en el matrimonio. Al final, su amante tomó la difícil decisión de abandonarle. “Ella era más fuerte que yo”, escribió.
Tenía otra amante
El impacto del abandono de la madre de su hijo hizo que Agustín decidiera intentar poner orden en el desastre en que se había convertido su vida amorosa, así que se arregló un matrimonio con una joven. El problema es que ella era tan joven que tenía que esperar dos años para llegar a edad casadera. Mientras tanto, Agustín perdió los nervios y tomó a otra querida. Escribe que estaba “impaciente por el retraso” y que era “un esclavo de la lujuria”. En este punto, estaba desesperado, pues se daba cuenta de que había perdido la capacidad de diferenciar el deseo físico del amor verdadero.
Rompió el corazón de su madre
Todas estas elecciones vitales desastrosas empeoran mucho más cuando consideramos que Agustín no solo cayó en una vida de total libertinaje, sino que por sus acciones causó daño a los que le rodeaban, incluyendo a su madre Mónica. No resulta difícil imaginar que Mónica estaba desconsolada, preguntándose qué podía haber hecho mal para criar a un hijo tan vicioso. Incapaz de controlarle, le suplicó que, al menos, no sedujera a ninguna mujer casada.
A pesar de todos sus errores, con el tiempo Agustín logró superar sus vicios. Hizo las paces con su madre y terminó criando a su hijo.
Cuando leemos sobre santos como Agustín, la tendencia puede ser la de blanquear sus errores o fingir que nunca se equivocaron, pero no es verdad. La vida de san Agustín y su sinceridad al admitirlo todo ofrecen un alentador ejemplo de que, al margen de nuestros errores del pasado, al margen de lo que despreciemos de nuestra personalidad, al margen de lo que deseamos que fuera diferente en nosotros mismos, nunca es demasiado tarde para redimirse.
Si nos esforzamos para seguir adelante y abordar nuestra historia con sinceridad, entonces el pasado no puede evitar que consigamos la felicidad que el futuro nos guarda.
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