El 12 de septiembre la Iglesia celebra la festividad del Dulce Nombre de María, tan sólo cuatro días después de otra fiesta Mariana, la Natividad de la Virgen.
Esta festividad, muy arraigada en la Iglesia desapareció algunas décadas del calendario litúrgico hasta que san Juan Pablo II la recuperase de nuevo en 2002. Sobre el dulce nombre de María y su poder hay un relato escrito por uno de los grandes santos marianos, San Alfonso María de Ligorio en su libro Las glosas de María.
Tal y como recoge Aciprensa, en el capítulo X el santo escribía siguiendo las referencias de otros dos autores católicos que hacia el 1465 vivía en Güeldres (Países Bajos) una joven llamada María que fue a hacer unos recados a Nimega y allí fue tratada groseramente por su tía.
De la perdición a la redención
En el camino de vuelta, la joven desconsolada y encolerizada invocó la ayuda del demonio y este se le apareció en forma de hombre, prometiéndole ayudarla con algunas condiciones.
“No te pido otra cosa –le dijo el enemigo– sino que de hoy en adelante no vuelvas a hacer la señal de la cruz y que cambies de nombre’. ‘En cuanto a lo primero, no haré más la señal de la cruz –le respondió–, pero mi nombre de María, no lo cambiaré. Lo quiero demasiado’. ‘Y yo no te ayudaré’, le replicó el demonio”.
Después de discutir por un tiempo, los dos acordaron que ella se llamaría con la primera letra del nombre de María, es decir, Eme. Una vez cerrado el pacto, ambos se fueron a Amberes, donde la joven vivió seis años con esa perversa compañía y llevando una mala vida.
Cierto día la chica le dijo al enemigo que deseaba ir a su tierra, al demonio le repugnaba la idea pero finalmente lo consintió. Al llegar a la ciudad de Nimega, se llevaron la sorpresa de que se estaba representando en la plaza la vida de Santa María.
El nombre de María pudo con el demonio
“Al ver semejante representación, la pobre Eme, por aquel poco de devoción hacia la Madre de Dios que había conservado, rompió a llorar. ‘¿Qué hacemos aquí? –le dijo el compañero–. ¿Quieres que representemos otra comedia?’ La agarró para sacarla de aquel lugar, pero ella se resistía, por lo que él, viendo que la perdía, enfurecido la levantó en el aire y la lanzó al medio del teatro”, escribe el santo.
Es así que la joven contó su triste historia, fue a confesarse con el párroco, quien la remitió al Obispo y éste al Papa. El Pontífice, después de oír su confesión le impuso como penitencia llevar siempre tres argollas de hierro: una en el cuello y una en cada brazo.
Una fama de santidad
La joven María obedeció y se retiró a Maastricht (Países Bajos), donde se encerró en un monasterio para penitentes.
“Allí vivió catorce años haciendo ásperas penitencias. Una mañana, al levantarse vio que se habían roto las tres argollas. Dos años después murió con fama de santidad; y pidió ser enterrada con aquellas tres argollas que, de esclava del infierno, la habían cambiado en feliz esclava de su libertadora”.