Esta historia ocurrió el siglo XIII en Italia. Se cuenta que una joven había perdido al amor de su vida y estaba decidida a recuperarlo, haría cualquier cosa para recuperarlo, por ello buscó a alguien que pudiera obligarle a cambiar de opinión.
La joven encontró a una hechicera y le suplicó que la ayudara por los medios que fueran a traer de vuelta a su amado.
La hechicera tuvo una idea. Prepararía una poción de amor para la mujer, pero necesitaba un ingrediente esencial: una hostia consagrada.
Desesperada, la joven asistió a la siguiente misa en la catedral local y se acercó al sacerdote para recibir la comunión en su lengua. El sacerdote colocó la Eucaristía sobre su lengua, pero la mujer la mantuvo dentro de su boca, se fue de la fila y, cuando nadie la veía, escupió la hostia en un trozo de tela.
Volvió a su casa y conservó la hostia envuelta en el pañuelo hasta que pudiera volver a visitar a la hechicera. Después de tres días, abrió la tela para comprobar el estado de la hostia. Lo que descubrió no era la hostia blanca que había guardado en un principio.
En vez de eso, la joven encontró un trozo de carne sangrante y se dio cuenta de que la hostia se había transformado físicamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Volvió a la Iglesia y se arrepintió de su pecado, la hechicera también se arrepintió, después de semejante milagro las mujeres se convirtieron. Cayeron bajo el “hechizo” de la auténtica “poción de amor”.
El papa Gregorio IX investigó el milagro en su tiempo y lo consideró como un signo evidente que contradecía las diferentes declaraciones en contra de la verdadera presencia de Jesús en la Eucaristía.
Para él y para quienes fueron testigos, quedó confirmado que Jesús está presente de verdad en la Eucaristía, cuerpo, sangre, alma y divinidad.
La hostia sangrante aún se conserva en la catedral de Altare y se exhibe en una custodia, permanece como recordatorio del eterno amor de Jesús hacia toda la humanidad en el Santísimo Sacramento del altar.
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