Al final de su peregrinación a Subiaco en 1980, realizada juntamente con los obispos de Europa, San Juan Pablo II deseó elevar al Santo Patrono de Europa una ferviente invocación:
Hemos venido en peregrinación a fin de expresar, ante todo, nuestra inmensa gratitud a la Trinidad Santísima por el don que hace XV siglos hizo a la Iglesia; y, además, a fin de manifestarte, Santo Patrono de Europa, nuestra fervorosa admiración por tu plena correspondencia a la gracia y escuchar ese mensaje que tú viviste en ti y has transmitido además a las generaciones futuras, arraigado en la fuerza liberadora del Evangelio, que es “poder de Dios para salud de todo el que cree” (Rom 1, 16).
|Oh Santo Patriarca! Tú que no enseñaste de manera distinta a como viviste (cf. Gregorio, Diál. II, 36), haznos sentir a todos, en esta circunstancia singular, la actualidad perenne de tu enseñanza, para que continúes siendo inspirador de bien para el hombre contemporáneo.
Tú nos has enseñado que la vida del hombre es digna de ser vivida, sin superficial optimismo utópico ni pesimismo desesperado, porque es don del amor de Dios y debe ser una continua, perenne, constante búsqueda de Dios, el único verdadero y auténtico valor absoluto.
Tú nos has enseñado que el cristiano, para ser realmente tal, debe “servir en la milicia de Cristo Señor, verdadero rey” (Regla, pról.), haciendo de Cristo el centro de la propia vida y de los propios intereses.
Tú nos has enseñado que juntamente con el alejamiento interior de los bienes caducos de la tierra, debemos poseer una gozosa y activa apertura de espíritu y de corazón hacia todos los hombres, hermanos en Cristo, hijos del mismo Padre celestial.
Tú nos has enseñado que para el hombre, el trabajo —no sólo el de quien se inclina sobre los libros, sino también el de quien se inclina con la frente empapada de sudor y con las manos doloridas para roturar la tierra— no es humillación ni alienación, sino elevación, exaltación, más aún, participación en la obra creadora de Dios; es aportación consciente y meritoria a la construcción de la ciudad terrena, en espera de la definitiva y eterna.
Tú nos has enseñado que la fe cristiana, lejos de ser elemento de división o de disgregación, es matriz de unidad, de solidaridad, de fusión también en el orden temporal, social, cultural, y que, por lo tanto, la libertad religiosa es uno de los derechos inalienables del hombre.
Con tu oración, oh Santo Patrono de Europa, invocamos suplicantes la intercesión de tu querida hermana.
Oh Santa Escolástica, te confiamos en particular a las muchachas, a las jóvenes, a las religiosas, a las madres, para que, mirando tu ejemplo, sepan vivir hoy su dignidad de ser mujeres, según el designio de Dios.
San Benito y Santa Escolástica, rogad por nosotros.
Amén.
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