“Quédate con nosotros. Señor”.
Estas palabras las pronunciaron por primera vez los discípulos de Emaús. Luego, en el curso de los siglos, las han repetido infinitas veces los labios de muchos discípulos y confesores tuyos, oh Cristo.
Las mismas palabras las pronuncio hoy yo.
Las pronuncio para invitarte, Cristo, realmente presente en la Eucaristía, a recibir la adoración cotidiana, prolongada durante todo el día.
Quédate con nosotros hoy y quédate, de ahora en adelante, todos los días, según el deseo de mi corazón, que acoge la llamada de muchos corazones de diversas partes, a veces lejanas.
¡Quédate!, para que podamos encontrarnos contigo en la plegaria de adoración y de acción de gracias, en la plegaria de expiación y petición.
¡Quédate!, Tú que estás simultáneamente velado en el misterio eucarístico de la fe y, a la vez, desvelado bajo las especies del pan y del vino, que has asumido en este sacramento.
¡Quédate!, para que se confirme de nuevo incesantemente tu presencia en este templo, y todos los que entran en él se den cuenta de que es tu casa “la morada de Dios entre los hombres” (Ap 21, 3) encuentren en ella la fuente misma “de vida y santidad que desborda de tu corazón eucarístico”.
Todo esto tuvo y tiene lugar entre tu primera y segunda Venida.
La Eucaristía es el testimonio sacramental de tu primera Venida, con la cual quedaron ratificadas las palabras de los Profetas y se realizaron las esperanzas. Nos has dejado, Señor, tu Cuerpo y tu Sangre bajo las especies del pan y del vino, para que atestigüen que se ha realizado la redención del mundo, a fin de que mediante ellas tu misterio pascual llegue a todos los hombres, como sacramento de la vida y de la salvación. La Eucaristía es, al mismo tiempo, un anuncio constante de tu segunda Venida y el signo del Adviento definitivo y, a la vez, de la espera de toda la Iglesia: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección; ¡ven, Señor Jesús!”.
Deseamos adorarte cada día y cada hora a ti, oculto bajo las especies del pan el vino, para renovar la esperanza de la “llamada a la gloria” (cf. 1 Pe 5, 10), cuyo comienzo, lo has constituido Tú con tu Cuerpo glorificado “a la derecha del Padre”.
Señor, un día preguntaste a Pedro: “¿Me amas?”.
Se lo preguntaste por tres veces, y tres veces el Apóstol respondió: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo” (Jn 21, 15-17).
Que la respuesta de Pedro se exprese mediante esta adoración cada día y de todo el día, que hoy hemos comenzado.
Que el indigno Sucesor de Pedro y todos los que participarán en la adoración de tu presencia eucarística, con cada una de sus visitas den testimonio y hagan resonar aquí la verdad encerrada en las palabras del Apóstol:
“Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo”.
Amén.
San Juan Pablo II (Miércoles 2 de diciembre de 1981)