Me conduces como una mano materna,
y, si me soltaras, no sabría dar ni un paso.
Tú eres el espacio que rodea mi ser y lo envuelve en sí.
Abandonado de ti caería en el abismo de la nada,
de donde tú me llamaste a la existencia.
Tú estás más cerca de mí que yo mismo
y eres más íntimo que mi intimidad.
Al mismo tiempo, eres inalcanzable e incomprensible,
ningún nombre es adecuado para invocarte.
¡Espíritu Santo, Amor Eterno!
Tú eres el dulce manantial
que fluye desde el Corazón del Hijo hacia el mío,
el alimento de los ángeles y de los bienaventurados.
¡Espíritu Santo, Vida Eterna!
Tú eres la centella
que cae desde el trono del Juez eterno
e irrumpe en la noche del alma,
que nunca se ha conocido a sí misma.
Misericordioso e inexorable,
penetras en los pliegues escondidos de esta alma
que se asusta al verse a sí misma.
¡Dame el perdón y suscita en mí el santo temor,
principio de toda sabiduría que viene de lo alto!
¡Espíritu Santo, Centella penetrante!
Tú eres la fuerza con la que el Cordero
rompe el sello del eterno secreto de Dios.
Impulsados por ti, los mensajeros del Juez
cabalgan por el mundo con espada afilada,
y separan el reino de la luz del reino de la noche.
Surgirá un nuevo cielo y una nueva tierra
y todo, gracias a tu aliento, encontrará su justo lugar.
¡Espíritu Santo, fuerza triunfadora!
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