Meditación
La invitación de la Virgen de la Revelación de llamarla “madre” es una expresión del profundo enlace que ella siente hacía cada uno de nosotros. Esta es, entonces, una invitación a tener una profunda intimidad con Ella que, a su vez, nos indica el camino que debemos seguir. Este camino es sobretodo aquel que lleva a su Hijo y que nos configura a Él en el vivir la vida cristiana.
Esta maternidad se extiende en el mundo especialmente a los sacerdotes porque, en el cuidado hacía sus hijos predilectos, ellos puedan encontrar y renovarse siempre más en la pureza, en la santidad y unirse a Cristo y a Su Esposa, la Iglesia.
Rezamos para los sacerdotes para que puedan siempre tener el coraje de la santidad y de la firmeza y puedan permanecer en las enseñanzas de la Iglesia Católica para trasmitir la fé a todos los fieles.
Enseñanza de la Iglesia
Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada. María es, en fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser de otro modo? Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama. Lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la infancia. Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y lo hace presente a Jesús.
Lo vemos en la humildad con que acepta ser como olvidada en el período de la vida pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de la Madre llegará solamente en el momento de la cruz, que será la verdadera hora de Jesús (cf. Jn 2, 4; 13, 1). Entonces, cuando los discípulos hayan huido, ella permanecerá al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25-27); más tarde, en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a ella en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14). (Deus Caritas Est n 41)
La Súplica a la Virgen de la Revelación
Virgen Santísima de la Revelación que estás en la Trinidad Divina dígnate, te rogamos dirigirnos tu mirada misericordiosa y benigna.
¡Oh Maria!, tu eres nuestra gran abogada junto a Dios que con esta tierra de pecado obtienes gracia y milagros para la conversión de los incrédulos y pecadores.
Haz que obtengamos de tu Hijo Jesús la salvación del alma, la salud el cuerpo y las gracias que estamos necesitando.
Concede a la Iglesia y a su jefe el Romano Pontífice, la alegría de ver la conversión de los enemigos, la propagación del Reino de Dios en la tierra, la unidad de los creyentes en Cristo, la paz de las naciones; para que podamos amarte y servirte en esta vida y merezcamos verte algún día y darte gracias eternamente en el cielo.
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